DÃa 5:
DÃa 6:
Jesús habÃa sido concebido en Nazaret, domicilio de José y MarÃa, y allà era de creerse que habÃa de nacer, según todas las probabilidades. Mas Dios lo tenÃa dispuesto de otra manera y los profetas habÃan anunciado que el mesÃas nacerÃa en Belén de Judá, ciudad de David. Para que se cumpliese esa predicción, Dios se sirvió de un medio que no parecÃa tener ninguna relación con este objeto, a saber la orden dada por el emperador Augusto, que todos los súbditos del imperio romano se empadronasen en el lugar de donde eran originarios. MarÃa y José, como descendientes que eran de David, no estaban dispensados de ir a Belén. Ni la situación de la Virgen SantÃsima ni la necesidad en que estaba José del trabajo diario que les aseguraba la subsistencia, pudo eximirles de este largo y penoso viaje, en la estación más rigurosa e incómoda del año.
No ignora Jesús en que lugar debe nacer e inspira a sus padres que se entreguen a la Providencia, y que de esta manera concurran inconscientemente a la ejecución de los designios. Almas interiores, observad este manejo del Divino Niño, porque es el más importante de la vida espiritual; aprended que quien se haya entregado a Dios ya no ha de pertenecerse a sà mismo, ni ha de querer a cada instante sino lo que Dios quiera para él; siguiéndole ciegamente aun en las cosas exteriores, tales como el cambio de lugar donde quiera que le plazca conducirle. Ocasión tendréis de observar esta dependencia y fidelidad inviolable en toda la vida de Jesucristo, y este es el punto sobre el cual se han esmerado en imitarle los santos y las almas verdaderamente interiores, renunciando absolutamente a su propia voluntad.
Ya hemos visto la vida que llevaba el Niño Jesús en el seno de su purÃsima Madre; veamos hoy toda la vida que llevaba también MarÃa durante el mismo espacio de tiempo. Necesidad hoy de que no tengamos en ella si queremos comprender, en cuanto es posible a nuestra limitada capacidad, los sublimes misterios de la encarnación y e l modo como hemos de corresponder a ellos.
MarÃa no cesaba de aspirar por el momento en que gozarÃa de esa visión beatifica terrestre; la faz de Dios encarnado. Estaba a punto de ver aquella faz humana que debÃa iluminar el cielo durante toda la eternidad, Iba a leer el amor filial en aquellos mismos ojos cuyos rayos deberÃan esparcir para siempre la felicidad en millones de elegidos. Iba a ver aquel rostro todos los dÃas, a todas horas, cada instante, durante muchos años. Iba a verle en la ignorancia aparente de la infancia, en los encantos particulares de la juventud y en la serenidad reflexiva de la edad madura... HarÃa todo lo que quisiese de aquella faz divina; podrÃa estrecharla contra la suya con toda la libertad del amor materno; cubrir de besos los labios que deberÃan pronunciar la sentencia a todos los hombres; contemplarla a su gusto durante su sueño o despierta, hasta que la hubiese aprendido de memoria...¡cuán ardientemente deseaba ese dÃa!.
Tal era la expectativa de MarÃa...era inaudita en sà misma, mas no por eso dejaba de ser el tipo magnÃfico de toda la vida cristiana. No nos contentemos con admirar a Jesús residiendo en MarÃa, sino por esencia, potencia y presencia.
SÃ, Jesús nace continuamente en nosotros y de nosotros, por las buenas obras que nos hace capaces de cumplir y por nuestra cooperación a la gracia; de manera que el alma del que se halla en gracia es un seno perpetuo de MarÃa, un Belén interior sin fin. Después de la comunión Jesús habita en nosotros, durante algunos instantes, real y sustancialmente como Dios y como hombre, porque el mismo Niño que estaba en MarÃa está también en el SantÃsimo Sacramento. ¿Qué es todo esto sino una participación de la vida de MarÃa durante esos maravillosos meses, y una expectativa llena de delicias como la suya.