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Día 9:

 

La noche ha cerrado del todo en las campíñas de Belén. Desechados por los hombres, y viéndose sin abrigo, María y José han salido de la inhospitalaria población y se han refugiado en una gruta que se encontraba al pie de la colina. Seguía a la reina de los ángeles el jumento que le había servido de humilde cabalgadura durante el viaje, y en aquélla cueva hallaron un manso buey, dejado allí probablemente por alguno de los caminantes que habían ido a buscar hospedaje en la cuidad.

 

El Divino Niño, desconocido por sus criaturas racionales, va a tener que acudir a loas irracionales para que calienten con su tibio aliento la atmósfera helada de esa noche de invierno, y le manifiesten con esto y con su humilde actitud el respeto y la adoración que le había negado Belén, La rojiza linterna que José tiene en la mano ilumina tenuemente ese pobrísimo recinto, ese pesebre lleno de paja que es figura profética de las maravillas del altar, y de la íntima y prodigiosa unión eucarística que Jesús ha de contraer con los hombres. María está en oración en medio de la gruta, y así van pasando silenciosamente las horas de esa noche llena de misterio.


Pero ha llegado la medianoche, y de repente vemos dentro de ese pesebre, poco antes vacío, al divino Niño esperado, vaticinado, deseado durante cuatro mil años con inefable anhelo. A sus pies se postra su Santísima Madre, en los transportes de una adoración de la cual nada puede dar idea. José también se acerca y le rinde el homenaje con que inaugura su misterioso e imponderable oficio de padre adoptivo del Redentor de los hombres. La multitud de ángeles que desciende de los cielos a contemplar esa maravilla sin par , dejan estallar su alegría y hacen vibrar en los aires las armonías de ese Gloria in Excelsis que es el eco de la adoración que se produce en torno del Altísimo, hecha perceptible por un instante a los oídos de la pobre Tierra. Convocados por ellos, vienen en tropel los pastores de la comarca a adorar al recién nacido y presentarle sus humildes ofrendas. Ya brilla en oriente la misteriosa estrella de Jacob, y ya se pone en marcha hacia Belén la caravana espléndida de los Reyes Magos, que dentro de pocos días vendrán a depositar a los pies del Divino Niño el oro, el incienso, y la mirra, que son símbolos de la caridad, la adoración y la mortificación.

 

¡Oh adorado Niño! Nosotros también, los que hemos hecho esta novena para prepararnos al día de vuestra Navidad, queremos ofreceros nuestra pobre adoración. ¡No la rechacéis! ¡Ven a nuestras almas, venid a nuestros corazones llenos de amor! Encended en ellos la devoción a vuestra santa infancia, no intermitente y sólo circunscrita al tiempo de vuestra Navidad, sino siempre y en todos los tiempos; devoción que fielmente practicada y celosamente propagada, nos conduzca a la vida eterna, librándonos del pecado y sembrando nosotros todas las virtudes cristianas.

 

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